LECHUGANDIA DEL SUR, MUNDO VIEJUNO Y NUEVA ZAPATILLA
Coloqué las mesas en cinco grupos repartidos por la clase. Cuando entraron, les hice sentarse al azar y esperé a que cada uno tuviera su sitio.
—Vais a vivir en continentes —les dije. Y bajo su mirada atenta y ansiosa bauticé los cinco continentes: Mundo Viejuno, Nueva Zapatilla, Tierras Medias de Rancia, Panizoland y Lechugandia del Sur.
Se sentían emocionados. Enseguida crearon sus carteles y el escudo de su continente. A las pocas semanas llegó a mis manos por casualidad un regalo: me enteré de que «clandestinamente» habían estado escribiendo la historia de cada uno de esos continentes, desde el origen remoto que habían inventado para cada uno hasta las costumbres, moneda, palabras pertenecientes a la lengua vernácula y específicas del lugar… Me maravilló que los niños se sintieran niños, que estuvieran como en su casa.
Mi intención era que cambiaran de continente cada mes, para que convivieran con otras personas y se enriquecieran de la diversidad.
Si algún niño o alguna niña no obedecía la regla básica del respeto a los demás, se le invitaba a exiliarse a Creta, separando su trozo de terreno del continente. La elección de volver al continente dependía de su propia voluntad, y pasados unos días en los que el exiliado había meditado sobre el incidente, el islote volvía a formar parte de su continente originario. Solo durante una semana coincidieron tres islas: Creta, Sicilia y Elba. Durante el resto del curso no hubo ningún exiliado más.
Había preparado veintidós cargos que también rotarían cada mes mediante rifa. Se les otorgaba una función para que formaran parte de un engranaje en el que cada uno aportaría su papel en la sociedad. Algunos tenían más peso y otros eran de los que llamábamos «de barbecho», más relajados y de responsabilidad menor aunque también fundamentales, claro, como es el caso del levantapersianas. Su trascendencia llegaba a tal punto que todos esperaban ansiosos a las 9.39 de la mañana, para comprobar si había subido la persiana lo suficiente para que el sol cegara mis ojos. En ese instante, exageraba y me llevaba las manos a la cara hasta que el bajaba lo justo para liberarme de esa tortura.
Venían a gusto a clase. Formaban parte de un engranaje perfecto, veían que su colaboración y su implicación conseguían resultados que afectaban positivamente.